domingo, 15 de julio de 2012

La raza

Definición.

El volumen de población, que enfocamos en el capítulo anterior, constituye un factor fundamental de análisis socio­lógico de toda comunidad territorial. La observación histórica nos muestra, sin embargo, que no es el más importante. Todos tenemos presente el papel desempeñado por la minúscula Grecia como creadora de nuestra civilización occidental. Te­nemos, pues, que complementar el estudio cuantitativo del problema demográfico con la Consideración de su aspecto cualitativo y, en primer lugar, de las características comunes, en es-te campo, a todos los integrantes de un conjunto social, las que dependen de la raza.

Nada más confuso hoy en día que el concepto expresado por este último término, que se aplica indiferentemente a nuestro género (“La raza humana"), a los grandes conjuntos "de color" ("la raza blanca") y a cada una de sus fracciones ("la raza aria"}, a sociedades históricas ("la raza italiana") y hasta a conjuntos lingüísticos o culturales ("la raza latina"). Sin duda se tiene vagamente, en todos los casos, la idea de que la raza está ligada al factor hereditario del hombre y de que un conjunto racial presenta cierta comunidad de caracteres, trasmitidos con la vida, que lo diferencian de los demás. Pero se han visto sociólogos atribuir sólo al medio la des­igualdad de los pueblos y, por lo tanto, sostener que todos tienen posibilidades idénticas. Otros, al mismo tiempo que afirmaban de modo arbitrario la homogeneidad racial de las comunidades primitivas, se han basado en la diversidad de tipos de un conjunto determinado para negar la existencia actual de las razas. Por otra parte. los antropólogos parecen propensos a establecer sus clasificaciones sobre la base de tal o cual factor cuya elección no se justifica. En el caso más favorable consideran los caracteres somáticos, excluyendo ter­minantemente todo factor psíquico y aun biológico.

Por todo esto es necesario reenfocar el problema a partir de los datos que la experiencia nos suministra. No precisa­mos de teorías para poder afirmar el hecho de la raza. Todo el mundo .distingue a un congoleño de un chino; todo el mundo capta la diferencia existente entre un grupo de cien suecos y otro de cien españoles. Todo el mundo sabe igual­mente que el negro que nace en Nueva York es tan negro como el que ve la luz en el Senegal y que, por consiguiente, algunos de los caracteres que permiten al menos competente reconocer una diferencia étnica son hereditarios. La dificultad empieza solamente con la definición del concepto de raza.

Tratemos de eliminar de nuestra experiencia los factores que la deforman. Podemos lograrlo muy fácilmente considerando ya no al hombre sino a animales de otros géneros.

Consideremos cierto número de perros de tipo ovejero ale­mán. ¿Por qué decimos que pertenecen a una raza determi­nada? Superficialmente, porque se parecen los unos a los otros. Tienen una misma conformación física y manifiestan las mismas cualidades psiquicas: estatura mediana, pelo largo de color pardo, hocico alargado, cola en penacho, valor en el ataque, inteligencia superior a la de las mayoría de las otras razas caninas, etc. Sin embargo, todos los ovejeros alemanes no son idénticos. Su estatura varía en algunos centímetros; su pelo es más o menos largo v tupido y su color abarca toda la gama de ios pardos, de lo casi amarillo a lo casi negro: su valor y su inteligencia están sujetos a gradación. Ocurre que tal individuo tiene un pelaje más oscuro que el de un doberman, cuyo color característico es el negro, o es menos inteligente que un gran danés, que pertenece a una raza poco favorecida a este respecto. Si se trata, como a menudo se hace en lo que atañe al hombre, de definir la raza de los ovejeros alemanes sólo por uno de sus caracteres, se obten­drían resultados cuyo absurdo saltaría a la vista. Pero nadie piensa en hacerlo porque, cuando se trata de perros, cada uno sabe muy bien que la raza zoológica es un conjunto de individuos que poseen en común, en cierta medida cuanti­tativa y cualitativa, cierto número de caracteres físicos, fisio­lógicos y psíquicos que se trasmiten por herencia. El indi­viduo representativo de una raza es simplemente el que une en sí todos estos caracteres llevado a su grado máximo.
Ahora bien: lo mismo acontece cuando se dice que el hom­bre nórdico es grande, rubio, dolicocéfalo, resistente, valeroso, etc.: no se define sino un "animal de concurso" y muchos nór­dicos son de estatura mediana, morenos, braquicéfalos, débi­les o cobardes. Esto no significa en absoluto que la raza nórdica sea una ficción. A lo más, se puede sostener que no se trata de una raza pura. Pero tiene sentido esta expresión?


92. El error de la "raza pura".

Hemos considerado hasta ahora el grupo racial como un conjunto estático de individuos. Conviene, para poder con­testar la pregunta anterior, examinarlo en su aspecto evolu­tivo. ¿Cuándo decimos que un ovejero alemán es de raza pura? No cuando alcanza la perfección teórica del tipo, sino cuando ha nacido de padres no mestizados. Remontándonos así de generación en generación, llegaremos al origen de la raza, es decir al momento en que, por mutación o de cual­quier otro modo, una camada de ovejeros alemanes nació de padres de los cuales uno por lo menos no era un ovejero alemán. Podríamos remontarnos asi, de raza en especie y de especie en género, hasta la pequeña masa de proteínas que un día se puso a vivir. Todo eso no tendría sentido alguno. Si consideramos el origen común, la raza abarca la animalidad entera. Si fijamos arbitrariamente su principio en el instante de su última diferenciación, está fundada en una heteroge­neidad originaria, aunque se suponga que ninguna mestización haya intervenido desde entonces, lo que difícilmente se podrá afirmar en lo que atañe a las razas animales mejor y más antiguamente fiscalizadas.
Esto no significa, ni mucho menos, que los datos genea­lógicos carezcan de interés, puesto que los caracteres comu­nes y la frecuencia de su aparición dimanan de un proceso de herencia, sino que es erróneo hacer de la pureza un cri­terio de existencia y, con más razón, de valor de la raza. En lo que concierne a los conjuntos humanos, sería preciso, si se admitiera su filiación a partir de una pareja primitiva, considerarlos como pertenecientes a una raza única, lo que es con­trario a los hechos. Y si se considerara una multiplicidad de mutaciones originarias, tendríamos todavía que olvidarnos del factor mestización. En realidad lo que se llama grado de pu­reza de una raza es simplemente su homogeneidad relativa, vale decir el hecho de que cada uno de sus componentes posea en mayor o menor número los caracteres distintivos del conjunto considerado.

No nos corresponde analizar en estas páginas (1) el mecanis­mo de la herencia biopsíquica. Notemos meramente que, en una comunidad reducida y cerrada, todo el mundo llega, después de cierto número de generaciones, a ser pariente de todo el mundo y que cada miembro del conjunto tiene los mismos antepasados que cualquiera de los demás. Cuanto más reducida numéricamente en su origen y cerrada en el curso de su desarrollo es una comunidad, y cuanto más anti­gua es, más sus miembros poseen caracteres comunes y más se parecen entre sí.

Un conjunto originariamente heterogéneo se unifica, por lo tanto, por endogamia. Sin duda sus miembros no serán todos idénticos, pero sí se mostrarán, hasta cierto límite, cada vez menos desemejantes: su aspecto, su mentalidad y sus reacciones manifestarán un grado creciente de homogeneidad. La "pureza" de una raza es, por lo tanto, una creación de la en­dogamia y del tiempo. Si se la pierde por mestización, es posible recuperarla. Pero el proceso es larguísimo, especial­mente en un conjunto humano numeroso. Y, mientras no haya reconquistado su homogeneidad perdida, la comunidad así afectada en su esencia está tironeada entre aspiraciones di­versas y a menudo contradictorias. Se dispersa y se relaja. Es un hecho históricamente comprobado que todo conjunto étni­co mestizado pierde por un tiempo, con su unidad heredita­ria, su armonía y su tensión.


La clasificación de las razas.

Nuestros análisis anteriores muestran cuán inútil es intentar la clasificación de las razas sobre la base de hipótesis de ori­gen específico que el actual estado de la antropología no per­mite afirmar ni negar. Puesto que la raza es creación de la historia -por endogamia pero también por presión selectiva del medio y adquisición de caracteres transmisibles (1) -nos importa menos saber si existían en el principio de la huma­nidad uno o varios conjuntos étnicos que precisar empírica­mente la delimitación presente de las comunidades raciales. No siendo posible, en nuestra escala de observación y acción, comprobar ni producir el paso de un individuo o de un grupo de una gran raza a otra, resulta igual para nosotros que dichas grandes razas hayan existido desde el origen o que sean el producto de una diferenciación prehistórica sobre la cual no se puede volver.

Pero hablar de grandes razas es ya establecer una clasifi­cación entre los conjuntos étnicos, vale decir comprobar la existencia de amplias comunidades raciales, cada una de las cuales posee una multiplicidad de caracteres físicos, biológicos y psíquicos que también se manifiestan, en alguna medida, en los grupos internos más diferenciados. Se admite hoy en día, unánimemente, que las grandes razas son tres, las que, por falta de una terminología más exacta, llamamos blanca, amarilla y negra; denominaciones poco satisfactorias, ya que el color es sólo uno de los caracteres distintivos reconocidos, quizás el más visible, cuya elección puede trabar al etnólogo en su intento de clasificar algunos conjuntos mestizos o mar­ginales.

Las grandes razas están, por lo general, perfectamente deslindadas, como también las razas en que se dividen, trátese de productos de una diferenciación por el medio o .por la mestización, lo que no siempre se puede afirmar con certe­za. No se necesita ser especialista para distinguir a cien japo­neses de cien mongoles- o a cien chinos del norte de cien guaraníes y definir las razas correspondientes como grupos diferenciados de la gran raza amarilla. Igualmente se podrá distinguir sin mayor dificultad, en el seno de la gran raza blanca, la raza semita o, en el seno de la gran raza negra, la raza pigmea. Sin embargo, ya la delimitación se hace más imprecisa y deja "residuos" no clasificados o discutibles. Por ejemplo: ¿los blancos europeos constituyen una o varias razas? Las respuestas son contradictorias por dos razones: primero, los métodos erróneos de clasificación fundados en caracteres inestables, tales como la estatura o la forma del cráneo; en segundo lugar, la: obstinación historicista de los que quieren a toda costa apoyarse en el origen de las razas consideradas, olvidando que los conjuntos étnicos son el producto de un doble proceso de diferenciación y fusión, Con predominio, según la época, de una u otra de dichas tendencias evolu­tivas. Los blancos europeos habrán constituido en otro tiempo varias razas bien distintas. Pero su estado de fusión es tal hoy en día que casi constituyen una única, en la cual se distin­guen las razas en formación que corresponden a las comu­nidades geográficopolíticas. Históricamente es sin duda erró­neo calificar de arios a todos los europeos, pero étnicamente es exacto en conjunto, sea o no acertada la denominación elegida y aunque no podamos siempre precisar en qué medi­da no. permanecen, debajo de las diferenciaciones actuales, supervivencias de razas que existían antes de su fusión relativa.

Este movimiento constante y diverso a menudo se olvida cuando se trata de establecer un mapa de las razas. Mientras que es fácil deslindar, a pesar de las innumerables mestiza­ciones, el territorio de las grandes razas, así como el de con­juntos netamente diferenciados por hibridación entre grandes razas -los malayos, por ejemplo-, la tarea se vuelve deli­cada cuando se trata de las razas, porque algunas de ellas se encuentran en continua fluctuación. En Europa, las anti­guas delimitaciones de las razas nórdica, alpina y medite­rránea no han perdido todavía todo significado, pero tienden a ser removidas por las nuevas razas nacionales, por otra parte menos diferenciadas en razón de la creciente interrela­ción de las comunidades y de la uniformación de las condi­ciones de vida. Vale decir que si bien la raza, cuando sus caracteres distintivos son dominantes y poco variables, es tan estable como la gran raza y no se modifica esencialmente sino por mestización, es fundamentalmente inestable cuando sus caracteres son sensibles a la presión del medio o están sujetos a mutación. Por lo tanto, existen razas esencialmente diferenciadas, cuyos caracteres distintivos adquiridos ya no pueden ser modificados sino por mestización, y razas acci­dentalmente diferenciadas. cuyos caracteres distintivos, adqui­ridos son todavía susceptibles de modificación por el medio.


  El crisol.

Esta última observación es importantísima, puesto que per­mite establecer lo que podríamos llamar el grado de paren­tesco de las razas, vale decir la relativa facilidad de su even­tual fusión en un todo homogéneo, así como precisar el concepto de mestización. Si, en efecto, se unen dos individuos o dos grupos pertenecientes a razas accidentalmente diferen­ciadas, su descendencia poseerá los caracteres comunes a las dos razas, mientras que los caracteres distintos accidentales serán atenuados y, con el tiempo, borrados por el medio. Tal es el caso, particularmente claro, de las casas reales de Euro­pa: el zar Nicolás II y el rey Alfonso XIII, por ejemplo, tenían en las venas sangre de todas las- antiguas razas del viejo continente; manifestaban, sin embargo, los caracteres étnicos de los rusos y de los españoles, respectivamente, vale decir de nuevas razas en formación.
Por el contrario, la alianza de razas esencialmente diferen­ciadas da híbridos, exactamente como la de grandes razas. Es decir que el nuevo conjunto sólo nacerá de ellas por ho­mogeneización endogámica. Tenemos ahora la explicación del fenómeno llamado "del crisol", tal como se produce en los Estados Unidos, donde elementos procedentes de todas las razas europeas ya han obtenido, en un tiempo muy breve y a pesar de una inmigración casi continua, una homogeneidad relativa que hace de su población un nuevo conjunto étnico cuyos caracteres propios son netamente perceptibles. Por el contrario, los judíos que viven en Europa desde hace más de dos milenios han conservado, por pertenecer a una raza esencialmente diferenciada en el seno de la gran raza blanca, caracteres peculiares que los distinguen de las poblaciones arias.

Resulta de todo esto que se puede clasificar a las comu­nidades sociales, desde el punto de vista étnico, en dos cate­gorías: las que son racialmente homogéneas, procedan ya de un tronco único, ya de una "mezcla" de razas accidental­mente diferenciadas o de una mestización completa, y las que son racialmente heterogéneas porque la unificación de ele­mentos constitutivos pertenecientes a razas; esencialmente di­ferenciadas aún no está acabada. Resulta igualmente que la unidad étnica de un país de inmigración depende del grado de parentesco de las razas que componen su población y del tiempo trascurrido desde que se pusieron en contacto.


La desigualdad de las razas.

El grado de homogeneidad no constituye el único factor de clasificación de las comunidades étnicas. Hay que considerar también el valor relativo de las razas en presencia. Es un hecho de observación que las razas son desiguales, como los individuos. Cualquiera sea la razón -insuficiencia originaría o evolución posterior mal dirigida-, se comprueba que cier­tos conjuntos étnicos se muestran hoy en día incapaces de crear una civilización y hasta de asimilar la que se les sumi­nistre. ¿Podrán hacerlo en el porvenir? Lo ignoramos, y aun en este caso subsistiría su actual inferioridad: el niño no es el igual del adulto, y menos todavía cuando se trata de un niño atrasado. Notemos, por otro lado, que ciertas razas, lla­madas primitivas, son en realidad degeneradas, sin que el nivel de su época más brillante se haya jamás elevado muy alto.

¿Para qué insistir? Nadie pone en duda los hechos: la gran raza negra no ha producido ni ciencia, ni literatura, ni filo­sofía, ni teología; su arte no se puede comparar con los de Europa, Asia y América; su organización política sigue siendo rudimentaria. Nadie discute tampoco el hecho que los blan­cos, dondequiera que hayan aparecido, han constituido un poderoso factor de orden y progreso. Los pocos defensores de la igualdad de las razas explotan casos individuales que no significan absolutamente nada. Evidéncie tal jefe de tribu afri­cana más inteligencia que un campesino común de Europa y más valor moral que un delincuente chino, y haya sido, el negro norteamericano Carver un gran químico y hasta un bienhechor de la humanidad, todo eso implica simplemente que los conjuntos étnicos no están globalmente superpuestos en la escala de valores y que el primero de los negros no viene después del último de los amarillos o de los blancos. Pero, cuando consideramos una raza, es la comunidad que representa la que nos interesa, con su élite y sus imbéciles, en cuanto conjunto orgánico y no como suma de individuos.

No vayamos a creer, sin embargo, que la comparación entre conjuntos étnicos sea siempre fácil y su resultado, siempre indiscutible. El concepto de superioridad es esencialmente relativo a la escala de valores que se acepta o se crea. Si se decreta que la resistencia al calor es criterio más importante que la inteligencia, deberá admitirse la superioridad de la gran raza negra sobre las demás y especialmente sobre la blanca. Rozamos aquí la paradoja. La dificultad, aunque cierta, no se manifiesta sino en casos límites. Cuando se ve, por lo contrario, a lo largo de' la historia, a las grandes razas blanca y amarilla, y sobre todo a la primera, dominar en todas partes por donde pasen, crear imperios, culturas y técnicas, no es fácil negarles la supremacía de conjunto, aun cuando su superioridad pueda ser discutida sobre tal o cual punto en particular. Por otra parte, una divergencia de juicios sobre el valor relativo de talo cual grupo étnico no contradiría en absoluto el hecho de la desigualdad de las razas, el único que nos interesa aquí.


Raza y Comunidad.

En los incisos anteriores hemos considerado los conjuntos étnicos en sí. La observación v el análisis histórico nos mues­tran, sin embargo, que sólo de modo muy excepcional raza y Comunidad se confunden. Por lo general una raza abarca a varias Comunidades y a menudo una Comunidad posee en su seno elementos raciales diversos. Corresponde, pues, en­focar ahora el factor étnico en sus relaciones con las estruc­turas orgánicas de la sociedad.

Si la Comunidad es racialmente homogénea o, por lo menos, está constituida por elementos étnicos accidentalmente dife­renciados en vías de unificación -como es el caso, salvo en cuanto a las minorías judías, de las naciones de la Europa occidental-, su valor dependen sin discusión posible de la masa hereditaria común. No queremos decir con esto que los factores geofísicos, geopolíticos, institucionales, económicos, religiosos, culturales, lingüísticos, etc., constituyan meras es­tructuras determinadas o superestructuras ilusorias y que sólo la raza dé a la Comunidad las condiciones de su ser, sino simplemente que dichos factores ven su eficacia y hasta su misma existencia subordinadas a las posibilidades étnicas del conjunto. Como ya lo dijimos, la raza es, por consiguiente, el sustrato de la vida comunitaria: una especie de materia prima que no es maleable sino dentro de ciertos límites.

La situación cambia fundamentalmente cuando conviven en un mismo marco estructural elementos que pertenecen a dis­tintas grandes razas o a varias razas esencialmente diferen­ciadas. El valor de la Comunidad poliétnica depende eviden­temente de su composición racial. Pero ya no se puede decir que dimane de su masa hereditaria, puesto que no están en juego una sino varias dotaciones genéticas diferentes y a me­nudo desiguales que actúan por su presencia pero también por sus relaciones. Así los negros de los Estados Unidos dis­minuyen, por los problemas que su existencia suscita, el valor de Ia Comunidad de que forman parte, mientras que los negros de Angola dan a esa provincia portuguesa una mano de obra sin la cual no podría ni subsistir. ¿Por qué tal dife­rencia? Simplemente porque, en el primer caso, las institucio­nes no corresponden a la realidad. Las leyes federales norte­americanas no tienen en cuenta ni la existencia ni menos todavía la desigualdad de los dos conjuntos étnicos asociados: están elaboradas para los blancos y se aplican tales cuales a los negros, lo que constituye un disparate creador de todas las dificultades que sabemos.

La convivencia en una misma Comunidad de razas des­iguales no es en sí, ni mucho menos, un factor de inferioridad. Por cierto, una Comunidad étnicamente unitaria posee, ade­más de su valor esencial, una particular eficacia en la acción como en la resistencia. Pero no es sino la eficacia de lo que es, y sería negativo adquirirla por mestización a expensas del ser de la raza dominante. Una Comunidad poliétnica jerar­quizada tiene, en efecto, el valor de su componente superior aumentado par las posibilidades del inferior, mientras que la fusión establecerla la unidad en un nivel intermedio entre las dos razas originarias. Se crearía además, durante varias gene­raciones, un perjudicial estado de heterogeneidad. El proble­ma etnopolítico de las relaciones interraciales sólo Se plantea a partir del momento en que uno o varios elementos consti­tutivos escapan de las exigencias del orden social v tienden a obtener un lugar que no corresponde a su valor -intrínsico ni a su papel orgánico, vale decir que rehúsan desempeñar su función propia en el seno de la Comunidad.


  La especialización racial.

La tesis de la igualdad de las razas tropieza, en la práctica, con la misma realidad necesaria del orden social. Los derechos que el ser humano posee, inherentes a su naturaleza o a sus peculiaridades individuales, sólo adquieren vigencia social cuando corresponden a obligaciones de carácter fun­cional. Pero las funciones, en el seno de una Comunidad, por poco desarrollada que esté, son desiguales en importancia y exigen de los que las desempeñan capacidades desiguales. Es lógico y posible, por lo tanto, concebir una Comunidad poliét­nica en la cual ciertas funciones estuvieran reservadas orgá­nicamente a tal grupo racial que manifestara para ellas parti­culares aptitudes. La raza inferior, o simplemente inasimilable, encontraría así su lugar en la sociedad y gozaría de los dere­chos correspondientes, y solamente de éstos.

No faltan ejemplos históricos de semejante organización. El más conocido es sin duda el de los Estados Unidos antes de la guerra de secesión. Los negros desempeñaban funciones subalternas determinadas. Poseían, en contrapartida, el dere­cho de ser alimentados, alojados y vestidos, aun en la vejez, y de ser asistidos en caso de enfermedad y protegidos siem­pre. Útiles a la Comunidad de que formaban parte, nadie pensaba en excluirlos de ella ni en odiarlos. Cuando la vic­toria del Norte hubo suprimido esta especialización racial y roto este orden funcional poliétnico, los negros no adquirie­ron, por supuesto, las capacidades cuya ausencia los había hecho colocar en el más bajo nivel de la escala social. Salvo algunas excepciones individuales, siguieron siendo peones y criados y todavía lo son hoy en día después de cien años. Conservaron, pues, las funciones para las cuales estaban pre­dispuestos. Pero perdieron los derechos correspondientes: los negros proletarios no conocen ni seguros, ni jubilación, ni estabilidad en el empleo. Se les reconocieron, sí, los mismos derechos civiles y políticos que a los blancos, de quienes se creyeron entonces iguales. Por sus reivindicaciones se volvie­ron un peligro para una Comunidad en la cual no aparecían ya como necesarios: de ahí las reacciones a menudo brutales cuyos efectos sufrían y sufren. Así como un tejido viviente -raza de células- que pierde su función orgánica.

Durante siglos, la esclavitud había resuelto el problema de las relaciones interraciales o, más exactamente, había impe­dído que se planteara. Por una coacción efectiva o teórica, los negros estaban agregados a las familias blancas, de las que se volvían parte integrante, en posición subordinada. La sociedad esclavista no estaba constituida, pues, por dos con­juntos raciales yuxtapuestos, sino por una multitud de células familiares biétnicas. Por cierto, el sistema no era perfecto, ni mucho menos, y numerosas reformas se imponían. Pero no podemos dudar de que las relaciones entre blancos y negros se mantenían dentro de un orden orgánico funcional y con­forme al valor relativo de los grupos étnicos en contacto, si bien no siempre de los individuos que los componían. El es­clavo estaba incorporado en la sociedad; no se lo trataba como paria ni como. enemigo; se beneficiaba generalmente, teniendo en cuenta el nivel de vida de la época, con una posición superior a la del proletario de hoy. El amo estaba protegido no solamente contra las consecuencias de una eventual lucha de razas sino también y sobre todo contra el, posible olvido de su superioridad étnica. El sistema esclavista complemen­taba, en efecto, la desigualdad de hecho de las razas con una desigualdad de derecho. El blanco podía cometer un desliz con una negra: el pequeño mulato, cualquiera fuese el color de su piel, no franqueaba la barrera étnicosocial.

Sin embargo, se la apruebe o no desde el punto de vista histórico, la esclavitud pertenece al pasado y no es posible volver a ella, aunque más. no fuere por la sencilla razón de que la familia semipatriarcal que supone ya no existe casi en ninguna parte. Por lo menos podemos sacar la lección de la experiencia: la Comunidad poliétnica sólo es satisfactoria cuando el conjunto inferior está incorporado orgánicamente en el conjunto superior, sin poder amenazar la integridad racial de este último.


 La segregación.

A falta de una verdadera solución que responda a la ley bíosocíológíca que acabamos de enunciar, no queda sino el recurso de los paliativos de defensa. Paliativo es, en efecto, la segregación que vemos aplicar con mayor o menos acierto por las Comunidades poli étnicas contemporáneas que no acep­tan la idea de su decadencia por mestización. Se busca sepa­rar las razas que conviven en un mismo territorio y evitar en alguna medida su contacto por no saber o no poder orga­nizarlo, vale decir atenuar un mal que la sociedad se reconoce impotente para suprimir.

Consuetudinaria o legal, relajada o estricta, la segregacion siempre se demuestra insuficiente. Primero porque es poco sincera: el blanco quiere apartar a los negros de su familia, de su barrio y de su coche de ferrocarril, pero no de su fá­brica porque constituyen una mano de obra barata para cier­tos trabajos. O bien se los utiliza como carne de cañón. A veces la hipocresía liberal hace afirmar legalmente una igual­dad de derecho que se niega de hecho. Pero, aun absoluta la segregación, provista la raza inferior o inasimilable de un estatuto, prohibido el casamiento interracial y castigado como crimen el apareamiento, todo eso aún no constituiría una so­lución satisfactoria. Pues la separación forma bloques raciales que, en razón de la diferencia de condiciones de vida o de la mera voluntad de poderío, se vuelven antagónicos. El escla­vo negro no era ni se sentía solidario con el conjunto de su raza sino con la familia de que formaba parte y cuyo des­tino compartía de derecho y de hecho. El proletario negro está y se siente, por el contrario, unido con sus hermanos de raza por una condición común y un aislamiento compartido. Un esclavo negro maltratado maldecía a su mal amo; un pro­letario negro humillado proclama la lucha de razas.
No hay sino dos soluciones valederas: el apartheid geo­gráfico o la integración de los elementos étnicamente infe­riores en una sociedad orgánica, dándoles la posibilidad de desarrollar sus potencíalídades en el grado máximo; posibili­dad ésta que no tienen en la sociedad igualitaria, que pone de relieve su inferioridad en lugar de compensarla can un orden social jerárquico.


99. Dialéctica de las razas.

Existe, pues, en el seno de toda Comunidad poliétnica, un doble movimiento dialéctico. Por un lado, salvo en el caso de una sociedad orgánica perfectamente establecida, la comuni dad racial inferior o inasimilable mantenida bajo tutela pro­testa contra su estado, se opone a la comunidad dominante y lucha por su liberación, cuando no por la Supremacía. Pero, por otro lado, las dos comunidades tienden a fusionarse por mestización. Este último proceso tiene dos motivos: la atrac­ción sexual y el deseo de los inferiores de acercarse a sus amos. El primer fenómeno es bien conocido y se le debe la mayor parte de los mestizos. El segundo exige alguna ex­plicación.

Se ha comprobado en los Estados Unidos que los mestizos se casaban entre si y los negros, de preferencia, con mesti­zas tan claras como fuera posible. En el seno de la comunidad de color interviene por consiguiente una selección que obra en favor de la reproducción de mestizos cada vez más pró­ximos al tipo blanco. Se llega así al nacimiento cada vez más frecuente de "negros blancos", vale decir de individuos. mes­tizos que tienen apariencia de blancos. De ahí el fenómeno del passing, por el cual dichos mestizos, cambiando el lugar de su residencia, logran hacerse pasar por blancos, se casan dentro de la población blanca e introducen así en ella genes melánicos,. El passing evidentemente no es posible sino por falta de discriminación étnica legal. Pero existe, y los Esta­dos Unidos están en vías de «negrificación". La mezcla com­pleta daría una nueva raza que manifestaría posiblemente cualidades de imaginación. que no posee la población blanca actual. Pero desaparecerían irremediablemente la energía y el poder creador que caracterizan a los pueblos arios. Notemos, por otro lado, que dicho proceso de mestización es muy lento. sobre todo en los Estados Unidos, donde la conciencia de raza está muy desarrollada, pero que la prolificidad de los negros, superior a la de los blancos, hace aumentar constan­temente el porcentaje de africanos en la sociedad norteame­ricana. Se puede prever el día en que no solamente una im­portante fracción de los blancos, o llamados tales, tendrá sangre melánica en sus venas, sino, más todavía, en que los mulatos dominarán numéricamente a la población blanca, como ya ocurre en el Brasil.

La prolificidad de las razas inferiores y la relativa esteri­lidad de las superiores son hechos. que no interesan solamente a las Comunidades poliétnicas sino al mundo entero. Las na­ciones blancas están perdiendo terreno. No sólo han tenido que abandonar la mayor parte de sus territorios coloniales sino que ya se está produciendo, en Europa, una invasión migratoria acelerada de gente de color. Los blancos han des­pertado a los amarillos de su sueño milenario, han impedido a los negros matarse y comerse entre sí y los han obligado a producir más y más alimentos. Llevando la higiene y la medicina a los pueblos inferiores, han multiplicado a sus ad­versarios de hoy y de mañana. El equilibrio étnico del pla­neta está roto.

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